miércoles, 10 de diciembre de 2025

¿Por qué Cristo no sanó a todos los enfermos?

 

João Cruzué 

Los milagros y las señales, cuando son vistos a través de la lente de la exégesis bíblica, no son meros acontecimientos extraordinarios lanzados en la historia para despertar asombro. Surgen como actos deliberados de Dios, marcados por propósito, dirección y pedagogía espiritual. En cada intervención, no es solamente el brazo de Dios el que se mueve, sino la revelación de Su carácter, conduciendo a hombres y mujeres a mirar más allá del fenómeno inmediato, hacia el significado eterno que señala.

En el Antiguo Testamento, las "señales" —aquellos gestos divinos que rasgan el curso natural de las cosas— aparecen como confirmaciones de la presencia y palabra de Dios. La zarza que ardía sin consumirse, el Mar Rojo que se abrió y el maná que caía del cielo no eran solo respuestas a las necesidades del pueblo; eran declaraciones de quién es Dios. Detrás de cada detalle, la mano del Señor enseñaba a Israel a abandonar los ídolos, fortalecer la fe y caminar con confianza, incluso cuando el camino les era desconocido.

Entre los profetas, los milagros surgen como sello que autentica la voz del mensajero. Elías y Eliseo no buscaban aplausos ni recompensas; sus acciones servían para recordar al pueblo que el Dios de Israel no estaba callado. La exégesis muestra que las señales allí no eran para "convencer por la fuerza", sino para conducir el corazón a la obediencia. Un milagro, para el profeta, era antes un llamado que un espectáculo.

Cuando llegamos al Nuevo Testamento, especialmente al Evangelio de Juan, los milagros ganan nuevo nombre y nuevo peso: son "señales". Esto porque apuntan hacia Alguien. El agua transformada en vino revela su autoridad sobre la creación; el ciego que pasa a ver revela quién es la verdadera luz; la resurrección de Lázaro revela la fuente de la vida. Juan deja claro que cada señal tiene un blanco: conducir al hombre a reconocer que Jesús es el Hijo de Dios y, reconociéndolo, creer.

Pero la exégesis también nos obliga a reconocer algo que el lector desatento puede ignorar: no todos fueron sanados. Jesús pasó por ciudades donde muchos continuaron enfermos. No porque le faltara poder, sino porque la lógica divina no es la distribución igualitaria de prodigios, sino la realización del propósito del Padre. Las señales son actos escogidos, no automatizados; son respuestas a la agenda eterna de Dios, no a demandas humanas.

En las cartas apostólicas, los milagros continúan apareciendo, pero ahora como extensión de la obra de Cristo por medio del Espíritu. Son dones distribuidos como el Espíritu quiere, siempre para edificación y no para exhibición. Pablo deja esto claro cuando orienta a la iglesia de Corinto: las señales no son trofeos espirituales, sino herramientas. Y, como toda herramienta divina, necesitan servir al cuerpo de Cristo, jamás al ego de alguien.

Hay, aquí, una tensión inevitable: vivimos entre el "ya" y el "todavía no". Los milagros nos recuerdan que el Reino ya irrumpió, pero aún no se ha consumado. Hoy vemos sanidad, liberación y transformación; mañana veremos redención plena, cuando Dios enjugará toda lágrima. Así, las señales de ahora no son la promesa final, sino el anuncio preliminar de lo que está por venir. Son destellos del futuro, entregados como consuelo para el presente.

Por fin, cuando son interpretados con cuidado, los milagros dejan de ser curiosidades sobrenaturales y se convierten en ventanas hacia la realidad de Dios. No son el centro de la fe, pero apuntan al centro: el Señor mismo. La exégesis nos muestra que el milagro más importante no es el que transforma circunstancias, sino el que transforma el corazón. Así, cada señal, grande o pequeña, cumple su función mayor: reconducir a la criatura al Creador y recordar a todos nosotros que, detrás de cada acto visible, siempre hay un propósito eterno en movimiento.

SP-10.12.2025.

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