sábado, 13 de diciembre de 2025

El Encuentro de Jesucristo con la Mujer Sirofenicia

 

Jesus y la Mujer Sirofenicia

João Cruzué

El encuentro de Jesús con la mujer sirofenicia revela uno de los momentos más enigmáticos y, al mismo tiempo, más bendecidos del Evangelio. Jesús se había retirado a la región de Tiro y Sidón —territorio gentil— en una especie de recogimiento. Allí, donde jamás se pensaría en una intervención divina, surge una mujer extranjera, descrita por Marcos como “griega, sirofenicia de origen”. A los ojos de los judíos, ella representaba todo lo despreciable. No tenía derecho a la promesa: etnia gentil, religión equivocada, territorio equivocado. Aun así, ella vino. Su petición no era para sí misma, sino para su hija endemoniada, revelando una fe que nace del dolor, pero también de la esperanza.

El primer silencio de Jesús, relatado por Mateo, no era rechazo, sino provocación pedagógica. Jesús, al decir que había venido “solo a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, expuso un límite que la propia misión mesiánica superaría más adelante. La mujer, sin embargo, no retrocedió; y permaneció firme. Avanzó. Se postró. Adoró. Insistió. Y cuando Jesús utilizó la dura expresión —“No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”—, no la humilló, sino que reveló la tensión histórica entre judíos y gentiles. Su respuesta, entretanto, se convirtió en una de las declaraciones de fe más extraordinarias de las Escrituras: “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus dueños”.

Allí, la barrera entre la promesa y el extranjero cayó por tierra.

La fe de la mujer sirofenicia no exigió privilegios; simplemente reconoció que una migaja de la gracia de Cristo es suficiente para alterar toda la realidad. Su confianza desarmó cualquier límite cultural, religioso o étnico. No disputó la primacía de Israel, sino que discernió que la misericordia de Dios es tan abundante que desborda mesas, templos y fronteras. Lo que pocos en Israel percibieron, ella lo vio: Jesús era, es y será suficiente. Mejor aún: Jesús es más que suficiente.

El milagro que siguió —la liberación inmediata de su hija— fue la firma divina sobre una fe que atravesó siglos de separación. El Reino de Dios avanzó, llegando primero precisamente a quien estaba más lejos. Este encuentro, por lo tanto, no es casual; anticipa la inclusión de los gentiles, confirma que la fe es la llave que abre puertas y demuestra que ningún límite humano puede aprisionar la misericordia divina. Cristo no cambió Su voluntad; reveló progresivamente su alcance.

La historia de la mujer sirofenicia todavía hoy nos desafía.

¿Cuántas veces aceptamos límites que Dios no puso? ¿Cuántas veces desistimos ante el primer silencio? La fe de esta mujer nos enseña a insistir, a permanecer, a adorar incluso cuando no entendemos, y a reconocer que, aun cuando todo parece cerrado, hay migajas del Reino cayendo —y en ellas hay poder suficiente para transformar vidas enteras—. Así como aquella mujer, somos invitados a cruzar barreras y a descubrir que la gracia de Cristo es mayor que cualquier rótulo, distancia o imposibilidad.

“Humillaos, pues,
bajo la poderosa mano de Dios,
para que Él,
a su debido tiempo, os exalte;”

(1 Pedro 5:6)

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