miércoles, 21 de noviembre de 2007

El camino del Reino

Sermon de John Wesley

Barra del Turvo - Brazil


El reino de Dios está cerca:
arrepentíos, y creed al evan­gelio

(Marcos 1:15).

Estas palabras naturalmente nos inducen a considerar: primero, la naturaleza de la verdadera religión que el Señor llama: “el reino de Dios,” que según lo que dijo, “está cer­ca;” y en segundo lugar, el camino que El mismo señala con estas palabras: “Arrepentíos, y creed al evangelio.”

I. 1. Debemos considerar en primer lugar, la natura­leza de la verdadera religión que el Señor llama: “el reino de Dios.” El apóstol usa de la misma expresión en la Epístola a los Romanos, donde explica las palabras del Señor, diciendo: “Que el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo” (Romanos 14: 17).

2. El reino de Dios o sea la verdadera religión “no es comida ni bebida.” Cosa bien sabida es que no sólo los judíos inconversos sino también un gran número de los que habían aceptado la fe en Cristo, eran, sin embargo, “celadores de la ley” (Hechos 21:20), de la ley ceremonial de Moisés. Por con­siguiente, no sólo observaban todo lo que encontraron escrito respecto a los holocaustos de comida y bebida, o las diferen­cias entre las cosas limpias y las inmundas, sino que exigían dicha observancia por parte de los gentiles que “se habían convertido a Dios” y esto a tal grado, que algunos de ellos en­señaban a los que se convertían que “si no os circuncidáis con­forme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (Hechos 15: 1, 24).

3. En oposición a esto declara el apóstol, aquí y en otros lugares, que la verdadera religión no consiste “en co­mida ni bebida,” en observancias del ritual, ni en ninguna cosa exterior; la sustancia de la verdadera religión consiste: “en justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo.”

4. Ni en ninguna cosa exterior como formas o ceremo­nias, aun las más excelentes. Aun suponiendo que sean suma­mente dignas y significativas, que sean expresiones de las cosas de que son emblemáticas, no sólo para el vulgo, cuya inteligencia no alcanza más allá de lo que ven; sino pa­ra hombres de inteligencia y capacidad, como, sin duda, hay muchos. Más aún: suponiendo que dichas ceremonias hayan sido instituidas por Dios, como en el caso de los judíos, duran­te el período cuando esas leyes eran vigentes, la verdadera religión, hablando rigurosamente, no consiste en observar­las. Cuánto más cierto debe ser esto con respecto a los ritos y las formas de origen meramente humano. La religión de Jesucristo es mucho más elevada y profunda que todas las ceremonias. Estas son buenas en su lugar mientras permane­cen subordinadas a la verdadera religión; el oponerse a ellas— mientras se usen sólo para ayudar a la debilidad humana— sería una superstición. Que nadie se propase en el uso de las ceremonias, sueñe con su valor intrínseco ni crea que son esen­ciales a la verdadera religión; esto sería hacerlas abominables en la presencia del Señor.

5. Tan lejos está la naturaleza de la religión de consis­tir en las formas de culto, ritos o ceremonias, que en realidad de verdad, no consiste absolutamente en ninguna acción ex­terior. Es muy cierto que ningún hombre culpable, vicioso o inmoral, o que hace a otros lo que no quisiera para sí, puede ser religioso; igualmente es cierto que el que sabe hacer el bien y no lo hace, no puede ser religioso. Sin embargo, hay hombres que se abstienen de hacer el mal y quienes practican lo bueno y a pesar de esto, no tienen religión. Dos personas pueden hacer las mismas obras exteriores de caridad: alimen­tar al hambriento o vestir al desnudo, y una de ellas ser ver­daderamente religiosa y la otra no tener religión absoluta­mente; porque la una puede obrar impulsada por el amor de Dios y la otra por el deseo de ser alabada. Tan manifiesto y patente es que, si bien la verdadera religión naturalmente sugiere toda buena palabra y guía a toda buena obra, sin em­bargo, su verdadera naturaleza está en un lugar más profun­do: en el hombre del corazón que está encubierto.

6. Digo del corazón. Porque la religión no consiste en la ortodoxia ni en sanas doctrinas que, si bien no son cosas exteriores, sin embargo, pertenecen a la inteligencia y no al corazón. Un hombre puede ser enteramente ortodoxo, no só­lo aceptar opiniones rectas, sino defenderlas con celo en con­tra de sus enemigos; puede poseer las verdaderas doctrinas respecto a la encarnación de nuestro Señor, la santísima Tri­nidad y todos los demás dogmas contenidos en los Oráculos de Dios; puede dar su asentimiento a los tres credos: el llamado de los Apóstoles, el Niceno, y el de Atanasio; y, sin embargo, no tener más religión que un judío, un turco o un pagano. Puede ser casi tan ortodoxo como el diablo (sí bien no del todo, porque cada hombre yerra en un punto u otro, mien­tras que no podemos creer fácilmente que el diablo tenga nin­guna opinión errónea), y, sin embargo, ser enteramente ex­traño a la religión del corazón.

7. En esto solamente consiste la religión; esto única­mente vale mucho ante la presencia de Dios. El apóstol resu­me toda la religión en estas tres manifestaciones de la condi­ción del alma: “justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo.” En primer lugar, justicia. No podemos dejar de comprender el sentido de esta palabra, especialmente si recordamos las pa­labras con que nuestro Señor describe sus dos manifestacio­nes, de las cuales dependen toda “la ley y los profetas:” “Ama­rás pues al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente, y de todas tus fuerzas; este es el prin­cipal mandamiento” (Marcos 12:30), la primera y gran ma­nifestación de la justicia cristiana. Te regocijarás en el Se­ñor tu Dios; buscarás y encontrarás en El toda tu felicidad; El será “tu escudo y tu galardón sobremanera grande” en la vida y en la eternidad; todos tus huesos dirán: “¿A quién tengo yo en los cielos? y fuera de Ti nada deseo en la tierra.” Escucharás y cumplirás la palabra de Aquel que dijo: “Hijo mío, dame tu corazón;” y, habiéndole entregado tu corazón, lo más íntimo de tu alma, para que reine allí sin ningún rival, podrás con razón decir en toda la efusión de tu espíritu: “Amarte he, oh Jehová, fortaleza mía. Jehová, roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fuerte mío; en él con­fiaré; escudo mío y el cuerno de mi salud, mi refugio.”

8. Y el segundo mandamiento es semejante a éste; la segunda manifestación de la santidad cristiana está íntima­mente relacionada con él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Amarás: tendrás la mejor buena voluntad, el afecto más sincero y cordial, los deseos más fervientes de evitarle toda clase de mal y de procurarle todos los bienes posibles. Tu prójimo, es decir: no sólo a tus amigos, tus parientes, o tus conocidos: no sólo a los virtuosos, a los que te aman, a los que te aprecian y cultivan tu amistad; sino a todos los hom­bres, a todas las criaturas humanas, a toda alma que Dios ha criado; sin exceptuar a aquellos a quienes jamás has visto ni conoces de vista o de nombre; al malo y desagradecido; al que injustamente te calumnia o persigue; a todos estos amarás como a ti mismo; con deseo constante de que sea feliz en todo y por todo; con esmero incansable en cuidarlo y protegerlo en contra de todo mal y sufrimiento de cuerpo y alma.

9. ¿No es este amor “el cumplimiento de la ley,” la sus­tancia de la santidad cristiana, de toda justicia espiritual? Ne­cesariamente significa: las “entrañas de misericordia, humil­dad, benignidad, mansedumbre, tolerancia;” porque el amor “no se irrita,” sino que “todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta;” y es la manifestación de toda santidad externa, porque el amor no hace mal al prójimo, ni de obra ni de pa­labra. No puede injuriar ni lastimar intencionalmente a nadie; al contrario se muestra ansioso de hacer buenas obras. Todo aquel que ama al género humano, hace bien a “todos los hom­bres,” sin parcialidad ni hipocresía, y está “lleno de miseri­cordia y de buenas obras.”
10. La verdadera religión que posee el corazón recto y que produce la buena disposición hacia Dios y el prójimo, significa, además de santidad, felicidad; porque no sólo es “justicia,” sino “paz y gozo por el Espíritu Santo.” ¿Qué paz? “La paz de Dios” que sólo Dios puede dar y que el mundo no puede arrebatar; “la paz que sobrepuja todo entendimien­to,” toda concepción puramente racional, puesto que es una sensación sobrenatural, una semejanza divina de las virtudes del siglo venidero que son enteramente desconocidas al hom­bre, por más sabio que éste sea en las cosas del mundo, y las que no puede conocer en su estado actual, porque se han de discernir espiritualmente. Es esta una paz que por completo destierra las dudas y las penosas incertidumbres; el Espíritu de Dios dando testimonio con el espíritu del cristiano de que es “hijo de Dios.” Destierra todo temor que atormenta el al­ma; temor de la ira de Dios, del infierno, del demonio, y de la muerte. El que tiene la paz de Dios desea, si fuere la volun­tad de Dios, “partir y estar con Cristo.”

11. Juntamente con esta paz de Dios que reina en el al­ma, existe también el gozo en el Espíritu Santo, gozo que, ba­jo la divina influencia, se desarrolla en el corazón. El Espí­ritu es quien obra en nosotros ese goce tan lleno de calma y humildad con que el alma se regocija en Dios por medio de Jesucristo “por el cual hemos recibido ahora la reconcilia­ción,” la reconciliación con Dios; lo que nos autoriza a con­firmar la declaración del rey salmista: “Bienaventurado” (o más bien dicho: Dichoso; “aquel cuyas iniquidades son perdo­nadas, y borrados sus pecados.” El Espíritu inspira en el alma cristiana ese goce firme que resulta del testimonio del Espí­ritu de que es hijo de Dios y hace que se “alegre con gozo ine­fable” y en la esperanza de la gloria de Dios: esperanza tanto de ver la gloriosa imagen de Dios, que ya en parte ha visto, y le será plenamente revelada en El, como de obtener la corona de gloria que no se marchita y que le está reservada en los cielos.
12. A esta santidad y felicidad unidas, algunas veces las Sagradas Escrituras llaman “el reino de Dios” (lo mismo que nuestro Señor hace en las palabras del texto), y otras, “el rei­no de los cielos.” Se llama el “Reino de Dios,” porque es el fruto inmediato que resulta cuando Dios reina en el corazón. Tan pronto como, usando de su infinito poder, levanta su tro­no en nuestros corazones, éstos se llenan de “santidad, paz y gozo por el Espíritu Santo.” Se llama “el reino de los cielos” porque en cierto grado se abre el cielo en el alma. Todos los que gozan de esta experiencia, pueden confesar ante los án­geles y los hombres que:

“La vida eterna se ha ganado,

Gloria en la tierra ha empezado;”

según todo el tenor de la Sagrada Palabra, que constante­mente testifica al hecho de que Dios “nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo,” reinando en su corazón, “tiene la vida,” vida eterna (I Juan 5:12). Porque “esta empero es la vida eterna: que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado” (Juan 17:3). Los que han recibido este don, aunque estén en el hor­no encendido, pueden dirigirse a Dios con toda confianza, diciendo:

Defendidos por tu poder,

Oh, Hijo de Dios, Jehová,

Que en la forma de hombre

Quisiste descender,

Te adoramos.

Incesantes aleluyas

A ti sean ofrecidas;

Como te serán rendidas

Infinitas alabanzas

Eternamente.

Bendita Omnipotencia

En el cielo te adoran,

En la tierra te alaban,

Porque tu presencia

Es el cielo.

13. Este “reino de los cielos,” o “de Dios,” está cerca. Según el tenor con que estas palabras fueron expresadas en su principio, se refieren al “tiempo” que entonces se cumplió; habiéndose Dios “manifestado en la carne” y venido a esta­blecer su reino entre los hombres, y a reinar en los corazones de su pueblo. ¿No se está cumpliendo el tiempo ahora? Por­que: “He aquí,” dijo el Señor, “yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Dondequiera, pues, que el evangelio de Cristo se predica, su reino está cer­ca. No está lejos de ninguno de vosotros; podéis entrar ahora mismo si lo deseáis, y escuchar su voz que os dice: “Arrepen­tíos, y creed al Evangelio.”

II. 1. Este es pues el camino; andad por él. En primer lugar, “arrepentíos,” es decir: conoceos a vosotros mismos. Este es el primer arrepentimiento precursor de la fe, la con­vicción, el conocimiento de sí mismo. Despiértate, tú que duermes; acepta que eres pecador y qué clase de pecador eres. Mira y reconoce la corrupción de tu naturaleza interior que te ha llevado muy lejos de la santidad original; por me­dio de la cual la carne codicia contra el Espíritu, por medio de la mente carnal que es “enemistad contra Dios, porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede.” Sabe pues, que has corrompido todo tu poder y todas las facultades de tu alma; que eres completa corrupción en todas y cada una de dichas facultades, y que las bases de tu carácter están en­teramente torcidas. Tu vista intelectual está tan obscurecida, que no puedes discernir a Dios ni las cosas que son de Dios. Nubes de error e ignorancia se aglomeran sobre tu cabeza y esparcen en torno tuyo la sombra de la muerte. Nada de lo que deberías saber, sabes todavía respecto de Dios, el mundo, o de ti mismo. Tu voluntad no es la voluntad de Dios, sino enteramente perversa y torcida; opuesta a todo lo bueno, a todo lo que Dios ama y dispuesta a hacer todo lo malo: todo lo que es abominable en la presencia de Dios. Tus afectos no tienen a Dios por objeto, sino que están diseminados y en desorden. Todas tus pasiones, tus deseos y tus odios; tus goces y tus sufrimientos; tus esperanzas y tus temores son exagera­dos e irracionales, y los fines a que aspiran, enteramente in­dignos; de manera que no hay nada limpio en tu alma, sino que “desde la planta del pie hasta la cabeza no hay cosa ilesa; sino herida, hinchazón, y podrida llaga.”

2. Tal es la corrupción de tu corazón, de tu naturaleza interior. Y ¿qué ramas pueden esperarse de raíz tan corrompida? De esto emana la incredulidad y el separarse del Dios viviente, hasta que los hombres llegan a decir: “¿Quién es el Todopoderoso para que le sirvamos y de qué nos aprovechará que oremos a él?” De aquí resulta esa independencia del al­ma que pretende ser tan absoluta como el mismo Dios; ese orgullo que se manifiesta de tantas maneras y que te impulsa a decir: “Alma, muchos bienes tienes almacenados para mu­chos años; repósate, come, bebe, huélgate.” De este manan­tial corrompido salen los arroyos amargos de la vanidad, la sed de alabanza, la ambición, la codicia, la lujuria, y la sober­bia; de allí brotan la ira, la malicia, la venganza, envidia; los celos, las sospechas; de allí nacen todos los deseos malos y pecaminosos que ahora mismo te traspasan con muchos do­lores y que, si no pones el remedio a buen tiempo, acabarán por sumergir tu alma en la perdición eterna.

3. ¿Qué frutos pueden esperarse de semejantes ramas? Solamente frutos amargos y malos. Del orgullo resulta la con­tienda, la alabanza de sí mismo, el buscar y recibir las adula­ciones de los hombres, y robar a Dios esa gloria que sólo a El pertenece y que no se puede dar a otro. De la gula del cuer­po resultan la glotonería y la embriaguez; la lujuria y la sen­sualidad; la fornicación y los pecados de la carne; manchan­do de diversas maneras ese cuerpo que para ser templo del Espíritu Santo fue creado. De la incredulidad, toda palabra y obras malas. Pero faltaría tiempo para contar todas las fal­tas; todas las palabras ociosas que has hablado, provocando al Altísimo y contristando al Santo de Israel; todas las malas obras que has hecho, ya por tu maldad intrínseca, o ya porque no las hiciste para la gloria de Dios. Tus pecados actuales son muchos más de los que puedes contar; mucho más nume­rosos que los cabellos de tu cabeza. ¿Quién podrá contar la arena del mar, las gotas de la lluvia, o tus transgresiones?

4. Y ¿no sabes que “la paga del pecado es muerte,” muer­te no sólo del cuerpo, sino eterna? “El alma que pecare, ésa morirá” ha dicho el Señor. Morirá con la segunda muerte. Esta es la sentencia; el sufrimiento de una muerte que nunca concluye, “porque vendrá como destrucción hecha por el Todopoderoso.” ¿No sabes que todo pecador está en peligro “del fuego del infierno,” o más literal y correctamente, “ba­jo sentencia del fuego del infierno,” ya sentenciado y en el camino del patíbulo? Tú mismo mereces la muerte eterna que es la justa recompensa de tus iniquidades y transgresio­nes. Muy justo sería si tu sentencia se ejecutara. ¿Comprendes esto? ¿Lo sientes? ¿Estás plenamente convencido de que mereces la ira de Dios y la condenación eterna? ¿Sería Dios injusto si ahora mismo mandase que la tierra se abriera y te tragase, si en este instante cayeses en el abismo y en el fuego que nunca se apagará? Si Dios te ha concedido un verdadero arrepentimiento, sin duda estarás persuadido de la verdad de todo esto, y que si no te ha arrebatado de sobre la faz de la tierra y aniquilado y consumido por completo, sólo se debe a lo infinito de su misericordia.

5. ¿Qué harás para poder aplacar la ira de Dios, para ofrecer satisfacción por todos tus pecados y evitar el castigo que tan justamente mereces? ¡Ay de ti que nada puedes ha­cer; absolutamente nada que satisfaga a Dios por una sola obra, palabra o mal pensamiento! Si desde este momento pu­dieras obrar bien en todas las cosas, si desde este instante has­ta volver tu alma a Dios, rindieses por todo el resto de tu vi­da, una perfecta obediencia sin interrupción alguna, no po­drías, ni en tal caso, satisfacer por lo pasado. El que no aumen­tases tu deuda no sería pagarla, permanecería lo mismo que siempre. Más aún; la obediencia en lo presente y en lo futu­ro de todos los hombres que habitan la tierra, y de todos los ángeles del cielo, no serviría de satisfacción a la justicia de Dios por un solo pecado. ¡Qué vana, pues, es la idea de querer ofrecer satisfacción con cualquiera cosa que pudieras hacer, por tus propios pecados! La redención de una sola alma cuesta más de lo que todo el género humano pudiera ofrecer en res­cate; de manera que si no hubiera un remedio sobrenatural, el desgraciado pecador perecería irremisible y eternamente.

6. Pero supongamos por un momento que la obediencia perfecta pudiese ofrecer satisfacción por los pecados pasa­dos, ¿de qué te serviría? No puedes practicar esa obediencia en un solo punto. Haz la prueba; empieza; sacude los peca­dos que tienes en ti mismo y líbrate de ellos. No puedes ha­cerlo. ¿Cómo, pues, podrás cambiar de vida y convertirte de malo en bueno? A la verdad que es imposible hacerlo, a no ser que primero cambie tu corazón; porque mientras el ár­bol sea malo, malos serán sus frutos. ¿Puedes convertir o cam­biar tu corazón de malo que es, a la santidad, revivir tu al­ma que está muerta en pecados, muerta para con Dios y viva sólo para el mundo? Tan imposible es como resucitar a un cuerpo muerto, traerlo otra vez vivo del sepulcro donde ya­ce. No puedes vivificar tu alma en lo mínimo, así como no puedes dar el menor aliento de vida a un cadáver; nada puedes hacer en este asunto, absolutamente nada; te encuentras imposibilitado en toda la extensión de la palabra. En tener la conciencia de esto: que estás lleno de pecado y de que nada puedes hacer para salvarte, consiste el arrepentimiento ver­dadero que es el precursor del reino de Dios.

7. Si a esta persuasión íntima de tus pecados interiores y exteriores, de tu completa culpabilidad y desvalimiento, aña­des sentimientos puros, como: tristeza en el corazón por ha­ber despreciado la misericordia divina; remordimiento y con­denación de ti mismo, teniendo vergüenza aun de levantar tus ojos al cielo; temor de la ira de Dios que aún sientes; de su maldición que pesa sobre tu cabeza; de la indignación di­vina, lista a consumir a los que se olvidan de Dios y no obe­decen al Señor Jesús; deseos sinceros de escapar esa indig­nación; de ya no hacer nada malo y de aprender a practicar lo bueno; entonces te digo en el nombre del Señor: “No estás lejos del reino de Dios.” Un paso más y podrás entrar. Te has arrepentido; ahora “cree el evangelio.”

8. El Evangelio, es decir, las buenas nuevas para los pe­cadores condenados y desamparados, significa en el sentido más lato de la palabra, toda la revelación que Jesucristo ha hecho a los hombres; y algunas veces, la relación de lo que nuestro Señor Jesucristo hizo y sufrió cuando vivió entre los hombres. La sustancia del Evangelio es: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores;” o “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna;” o “He­rido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros peca­dos. El castigo de nuestra paz sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.”

9. Cree esto y el reino de Dios es tuyo. Por medio de la fe alcanzas el cumplimiento de la promesa. El perdona y ab­suelve a todos los que verdaderamente se arrepienten y creen su Evangelio. Tan pronto como el Señor hable a tu corazón y le diga: “Confía, hijo: tus pecados te son perdonados,” en­trarás en el reino y tendrás “justicia, paz y gozo por el Es­píritu Santo.”

10. Cuídate de no engañar a tu alma respecto a la natu­raleza de esta fe; que no consiste, como algunos vanamente se imaginan, en un asentimiento a las verdades contenidas en las Sagradas Escrituras, nuestros Artículos de Fe o toda la revelación en el Antiguo y Nuevo testamentos. Los demonios creen esto, lo mismo que tú; y sin embargo, continúan siendo diablos. La fe es una cosa muy superior a este asen­timiento: es una perfecta confianza en la misericordia de Dios, y plena seguridad de obtener su perdón por medio de Jesu­cristo; es una persuasión divina de que “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados” pa­sados; y especialmente de que Dios me amó y se dio a sí mismo por mí; y de que yo, aun yo mismo, me he reconcilia­do con Dios por medio de la sangre derramada en la cruz.

11. ¿Crees esto? Entonces, la paz de Dios mora en tu co­razón; la pesadumbre y el dolor huirán para siempre. Ya no dudas del amor de Dios, sino que es tan claro como la luz del día. Dirás en voz alta: “Alabaré tu nombre por tu misericor­dia y tu verdad: porque has hecho magnífico tu nombre, y tu dicho sobre todas las cosas.” Ya no tienes miedo del infier­no, de la muerte, ni de aquel que en un tiempo tenía el poder de la muerte, el demonio; no tienes ya ese miedo penoso de Dios, sino sólo el temor tierno y filial de ofenderle. ¿Crees? Entonces, tu alma magnifica al Señor y tu espíritu se rego­cija en Dios tu Salvador. Te regocijas de haber obtenido la redención por medio de su sangre, aun la remisión de todos tus pecados. Te regocijas en ese “espíritu de adopción,” que clama en tu corazón “Abba, Padre.” Te regocijas en la espe­ranza perfecta de la inmortalidad, en proseguir “al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús;” en anticipar todas las bendiciones que Dios tiene preparadas para todos los que le aman.

12. ¿Crees? Entonces el amor de Dios se ha derramado en tu corazón, y lo amas porque El te amó primero; y como amas a Dios, amas también a tu prójimo y, estando lleno de “amor, paz y gozo,” tienes también “caridad, tolerancia, be­nignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza,” y todos los demás frutos del mismo Espíritu. En una palabra, animan tu corazón influencias santas, celestiales y divinas; porque mien­tras contemplas con cara descubierta, habiendo sido quitado el velo, “la gloria del Señor,” su amor glorioso y la imagen gloriosa en que has sido creado, tú mismo eres transformado de gloria es gloria, en la misma semejanza por el Espíritu del Señor.

13. Este arrepentimiento, esta fe, esta paz, este amor, go­zo y cambio de “gloria en gloria” es lo que la sabiduría del mundo han calificado de necedad, entusiasmo y tontera. Pero tú, oh hombre de Dios, no hagas caso de esto. Sabes a quién has creído; no dejes que ninguno te prive de tus privilegios. Conserva con esmero lo que has alcanzado y continúa esfor­zándote hasta que alcances todas las promesas tan grandes y preciosas que te esperan. Y tú, que aún no conoces al Salva­dor, no te avergüences de buscarlo por lo que los hombres va­nos y necios te digan. No hagas caso de lo que digan aquellos que critican sin saber. El Señor convertirá tu pesadumbre en gozo. No te desesperes, ten un poco de paciencia; antes de mucho, tus temores desaparecerán y el Señor te dará la tran­quilidad de un espíritu recto. Cercano está el que justifica; ¿quién es el que nos condena? “Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede” por ti.

Refúgiate en los brazos de Aquel que es “el Cordero de Dios,” con todos tus pecados, sean cuales fueren, y, de esta manera, te será abundantemente administrada la entrada en “el reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”
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