miércoles, 21 de noviembre de 2007

Despertate tu que duermes

Sermon de John Wesley


Despiértate, tú que duermes,
y levántate de los muertos,
y te alumbrará Cristo
(Efesios 5: 14).


Al discurrir sobre este asunto, trataré, con el favor divi­no, en primer lugar: de describir a los que duermen y a quie­nes se dirigen las palabras del texto. Después, de dar vigor a la exhortación: “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos,” y por último, de interpretar la promesa hecha a los que se despiertan y levantan: “Y te alumbrará Cristo.”

I. 1. En primer lugar, hablemos de aquellos que duer­men según el significado del texto. Con la palabra sueño se figura aquí el estado natural del hombre; esa somnolencia profunda del alma causada por el pecado de Adán y herencia de todos los que de él han descendido; esa pereza, indolencia, estupidez, esa ignorancia de su verdadero estado con que to­dos los hombres vienen al mundo y continúan hasta que la voz de Dios los despierta.

2. “Los que duermen, de noche duermen,” cuando la na­turaleza se encuentra en la más completa oscuridad; “puesto que tinieblas cubren la tierra y oscuridad los pueblos.” El pobre pecador, a quien no se ha despertado, no tiene, por mu­cha que sea su sabiduría en otras cosas, el menor conocimien­to de sí mismo, y en este respecto “aún no sabe nada como de­be saber;” ignora que es un espíritu caído, cuyo fin exclusivo en este mundo es recuperarse de su caída y volver a obtener la imagen de Dios en cuya semejanza fue creado. No ve la necesidad ni aquello que es indispensable: ese cambio com­pleto e interior, ese renacimiento, figurado en el bautismo, que es el principio de esa renovación radical, de esa santifica­ción del espíritu, alma y cuerpo sin la cual “nadie verá al Señor.”

3. Plagado de enfermedades, imagínase estar en perfec­ta salud; encadenado fuertemente con hierros y en la miseria, sueña gozar de libertad y exclama: “paz, paz,” al mismo tiem­po que el diablo, como “un hombre fuerte, armado,” está en plena posesión de su alma. Continúa durmiendo y descansan­do a la par que el infierno se mueve debajo de él para atra­parlo; aunque el abismo, de donde jamás se vuelve, ha abierto la boca para tragarlo. Fuego encendido hay en derredor suyo, y sin embargo, no lo sabe; aunque llega a quemarlo, no se cuida de ello.

4. El “que duerme” es por consiguiente (pluguiese a Dios que todos lo entendiésemos bien) un pecador satisfecho en sus pecados, que desea permanecer en su estado caído y vivir y morir sin la imagen de Dios; que no conoce su enfer­medad ni sabe cuál es su único remedio; que nunca ha sido amonestado o no ha querido escuchar la amonestación de Dios que le dice: “huye de la ira que ha de venir;” y quien jamás se ha persuadido de que está en peligro del infierno ni ha gritado con toda la ansiedad de su alma: ¿Qué debo hacer para ser salvo?

5. Si este que duerme no es abiertamente vicioso, tiene por lo general el sueño más profundo; ya sea como el espíri­tu de Laodicea, ni frío ni caliente—quieto, racional, inofensivo, amable, fiel a la religión de sus padres—, o ya celoso y orto­doxo, fariseo, “conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión,” es decir, uno que, según la descripción de las Sa­gradas Escrituras, se justifica a sí mismo, trabaja por estable­cer su propia justicia como la base para ser aceptado por Dios.

6. Este es aquel que “teniendo apariencia de piedad” ha negado la eficacia de ella, y que probablemente la envilece dondequiera que la encuentra como si fuese una extravagan­cia o ilusión. Este desgraciado a sí mismo se engaña y da gracias a Dios porque no es como los demás hombres: “la­drones, injustos, adúlteros,” ni a nadie hace mal; al contra­rio, ayuna dos veces por semana, usa de todos los medios de gracia, asiste constantemente a la iglesia y frecuenta los sa­cramentos. Más aún, da diezmos de todo lo que posee, hace “todo el bien que puede;” tocante a la justicia de la ley, está limpio; no le falta de la santidad sino el poder; nada de la re­ligión, sino el espíritu y el cristianismo, la verdad y la vida.

7. Empero, ¿no sabéis que un cristiano como éste, por muy estimado que sea de los hombres, ante la presencia de Dios es abominación y heredero de todos los males que el Hijo de Dios, ayer, hoy y para siempre anuncia en contra de los “escribas y fariseos, hipócritas”? Lo de afuera ha limpia­do, mas por dentro está lleno de podredumbre; “cosa pes­tilencial de él se ha apoderado.” Justamente nuestro Señor a un “sepulcro blanqueado” lo compara, que de fuera, a la verdad, se muestra hermoso, mas de dentro está lleno de hue­sos de muertos y de toda suciedad; huesos, que a la verdad, ya no están secos; nervios y carne han subido sobre ellos y la piel los ha cubierto; mas no hay aliento en ellos, ni tienen el Espíritu del Dios viviente. “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de él.” Vosotros sois de Cristo, “si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros;” pero si no, sabe Dios que vivís en la muerte aun ahora mismo.

8. Otra característica del que duerme, es que habita en la muerte y no lo sabe. Está muerto para con Dios, muerto en sus delitos y pecados, “porque la intención de la carne es muerte.” Como está escrito: “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte;” no solamente la muer­te física, sino la espiritual y eterna. “Mas del árbol de cien­cia del bien y del mal, no comerás de él; porque el día que de el comieres, morirás,” dijo Dios a Adán, y esta no era la muer­te del cuerpo (a no ser que en ese momento perdiese la in­mortalidad material), sino del espíritu; perderás la vida del alma; morirás para con Dios; quedarás separado de Aquel que es la esencia de tu vida y felicidad.

9. De esta manera se disolvió la unión vital de nuestra alma con Dios; de modo que “en medio de la vida” natural, estamos “en la muerte” espiritual en la que permaneceremos hasta que el segundo Adán nos vivifique con su Espíritu; has­ta que El levante a los muertos; muertos en pecado, en los pla­ceres, en las riquezas y honores. Para que un alma muerta pueda resucitar, es menester que escuche la voz del Hijo de Dios, que comprenda lo desesperado de su condición y reciba ella misma la sentencia de su muerte. Sabe que está muerta mientras vive, muerta para con Dios y todas las cosas de Dios, sin tener más poder de cumplir con las obligaciones de un verdadero cristiano, del que un cuerpo muerto tiene de eje­cutar las funciones del hombre vivo.

10. Y qué cierto es del que está muerto en pecados que no tiene “los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal;” puesto que teniendo ojos, no ve; teniendo orejas, no oye; ni gusta y ve que es bueno Jehová. No ha visto a Dios jamás, oído su voz ni palpado “tocante al Verbo de vi­da.” En vano se ha derramado para él el nombre de Jesús como ungüento que exhala aromas de mirra, áloe, y casia. El alma que duerme el sueño de la muerte no percibe estas co­sas; ha perdido el sentido de la conciencia y nada de esto en­tiende.

11. De aquí es que, no teniendo el sentido espiritual ni la facultad de recibir las cosas espirituales, el hombre natu­ral no acepta las cosas del Espíritu de Dios y tan lejos está de poderlas admitir, que más bien le parecen locura. No le satisface ignorar las cosas espirituales por experiencia pro­pia, sino que niega aun que existan y la sensación espiritual es para él la mayor locura. “¿Cómo puede ser esto?” De la misma manera que sabéis que vuestros cuerpos están vivos. La fe es la vida del alma y si tenéis esta vida en vosotros, no ne­cesitáis más pruebas para satisfaceros de esa conciencia di­vina, este testimonio de Dios que es mayor y vale más que diez mil testigos humanos.

12. Si en la actualidad no das testimonio con tu espíritu de que eres hijo de Dios, quiera el Señor persuadirte por me­dio de su poder, ¡oh pobre pecador que aún duermes!, de que eres una criatura del diablo. Ojalá y mientras profetizo viniese un ruido y temblor y los huesos se llegasen “cada hueso a su hueso.” “Espíritu, ven de los cuatro vientos y sopla sobre es­tos muertos, y vivirán.” No endurezcáis vuestros corazones ni resistáis al Espíritu Santo que ahora mismo procura persuadiros de que sois pecadores, puesto que no creéis en el Uni­génito de Dios.

II. 1. Por consiguiente, “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos.” El Señor te está llamando por mi boca y te exhorta a conocerte a ti mismo, espíritu caído, y tu verdadero estado y condición. ¿Qué tienes, dormilón? levántate y clama a tu Dios. Levántate y clama a tu Dios— quizá El tendrá compasión de ti y no perecerás. Una gran tempestad se levanta en tu derredor y te estás sumergiendo en las profundidades de la perdición, en el océano de los jui­cios divinos. Si quieres escapar de ellos, arrójate en ellos; “júzgate a ti mismo, para que el Señor no te juzgue.”

2. ¡Despiértate, despiértate! Levántate ahora mismo, no sea que tomes de la mano de Jehová el vaso del vino de su furor. Anímate y tómate del Señor, el Señor de la Justicia, grande para salvar.” “Sacúdete del polvo” o al menos déjate sacudir por el temblor de los juicios del Señor. Despiértate Y grita con el carcelero: “¿Qué es menester que yo haga para ser salvo?” y no descanses hasta que creas en el Señor Jesús con la fe que es su don por influencia del Espíritu Santo.

3. Si a alguno me dirijo más especialmente que a otros, es a ti ¡oh alma! que no te crees aludida en esta exhortación. Tengo un mensaje de Dios para ti y en su nombre te amo­nesto a que huyas de “la ira que vendrá.” Mira, pues, tu re­trato, oh alma indigna, en Pedro allí en el oscuro calabozo, entre los soldados, cargado de cadenas y vigilado por los guar­dias de la prisión. La noche casi ha pasado y aproxímase la mañana cuando habrás de ser llevada al patíbulo; y en tan tremendas circunstancias aún duermes—estás profundamente dormida en brazos del demonio, a la orilla del precipicio, en las garras de la eterna destrucción.

4. Que el ángel del Señor se acerque a ti y brille la luz en tu prisión. Que puedas sentir la mano fuerte del Señor que te levanta y su voz que te dice: “Cíñete, y átate tus sandalias…Rodéate tu ropa y sígueme.”

5. Despiértate, oh espíritu inmortal, de tu sueño de fe­licidad mundana. ¿No te creó Dios para El mismo? No podrás descansar sino hasta que descanses en El. Vuélvete ¡oh pobre descarriado! Apresúrate a entrar otra vez en tu arca. Este no es tu hogar. No pienses edificar aquí tabernáculos. No eres sino extranjero y peregrino sobre la tierra; la criatura de un día que se precipita a un estado inalterable. Apresúrate pues, que la eternidad se aproxima, la eternidad que depende de este momento, una eternidad de gozo o de sufrimiento.

6. ¿En qué estado se encuentra tu alma? Si Dios te pi­diese tu alma, mientras estoy hablando, ¿estaría lista para la muerte y el juicio? ¿Podrías presentarte ante Aquel que es demasiado “limpio…de ojos para ver el mal”? ¿Eres digno de “participar de la suerte de los santos en luz”? ¿Has peleado la buena batalla y guardado la fe? ¿Has recobrado la ima­gen de Dios en ti mismo, la virtud y verdadera santidad? ¿Te has quitado el hombre viejo y puesto el hombre nuevo? ¿Te has revestido de los méritos de Cristo?

7. ¿Tienes aceite en tu lámpara, gracia en tu corazón? ¿Amas al Señor “de todo tu corazón, y de toda tu alma...y de todo tu entendimiento”? ¿Tienes esa mente que es según la mente de Jesucristo? ¿Eres cristiano en realidad de verdad, es decir: una nueva criatura? ¿Han pasado las cosas viejas y han sido todas hechas nuevas?

8. ¿Eres “participante de la naturaleza divina”? ¿No sabes que Cristo está en ti a no ser que seas un réprobo, que Dios habita en ti y tú en Dios por medio de su Espíritu que te ha dado, que tu cuerpo “es templo del Espíritu Santo”? ¿Tienes testimonio en ti mismo, la señal de tu herencia? ¿Has “recibido el Espíritu Santo,” o te sorprende mi pregunta y contestas que ni siquiera sabes “si hay Espíritu Santo”?

9. Si acaso este lenguaje te ofendiere, sabe que no eres cristiano ni deseas serlo; que tu misma oración en pecado se convierte y que hoy día te has burlado de Dios muy solem­nemente, cuando oraste pidiendo el auxilio del Espíritu Santo, al mismo tiempo que no creías se pudiese recibir tal cosa.

10. A pesar de esto, con la autoridad de la Palabra de Dios y de nuestra Iglesia, debo repetir la pregunta: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo?” Si no lo has recibido, aún no eres cristiano; porque cristiano sólo es el hombre que está un­gido del Espíritu Santo y de poder. Aun no eres participante de la religión pura y limpia. ¿Sabes qué cosa es la religión; qué es: participar de la naturaleza divina; la vida de Dios en el alma humana; tener a Cristo en el corazón; Cristo en ti, “la esperanza de gloria,” pureza y felicidad; el principio de la vida celestial en la tierra; el reino de Dios en ti; no la co­mida ni la bebida; no una cosa exterior, sino “justicia y paz y gozo por el Espíritu Santo” un reino eterno fundado en el alma; “la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento;” un “gozo inefable y glorificado”?

11. ¿Sabes tú que “en Cristo Jesús ni la circuncisión va­le algo, ni la incircuncisión; sino la fe que obra por la cari­dad,” la nueva creación? ¿Ves la necesidad de ese cambio in­terior, del nacimiento espiritual, de la vida de los que antes estaban muertos, de la santidad, y estás plenamente persua­dido de que sin ella ninguno verá al Señor? ¿Estás trabajando por obtenerla y hacer firme “tu vocación y elección,” ocu­pándote en tu salvación con temor y temblor, esforzándote a entrar por la puerta angosta? ¿Obras en conciencia res­pecto a tu alma y puedes decir al que escudriña los corazo­nes: Tú oh Dios, eres lo que mi corazón desea, Tú sabes to­das las cosas, Tú sabes que quiero amarte?

12. Abrigas la esperanza de ser salvo; pero ¿qué razón tienes para abrigar esa esperanza? ¿Porque no has hecho ningún mal o porque has hecho mucho bien? ¿Porque no eres co­mo otros hombres, sino instruido, sabio, honrado y moral, esti­mado de todos, y de buena reputación? ¡Ay! nada de esto te valdrá con Dios. Con El vale menos que nada. ¿Conoces al Señor Jesús a quien Dios mandó, y te ha enseñado que “por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe”? ¿Has reci­bido como la base de tu esperanza, esa palabra fiel de que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”? ¿Has aprendido lo que quiere decir: “No he venido a llamar justos, sino pecadores a arrepentimiento”? “No soy envia­do sino a las ovejas perdidas.” ¿Estás ya perdido, muerto, con­denado? El que tiene oídos para oír que oiga. ¿Sabes lo que mereces? ¿Conoces tus necesidades? ¿Eres pobre de espí­ritu y estás pidiendo a Dios y rehusándote a ser consolado? ¿Eres el hijo pródigo que “vuelve en sí” y se levanta arrepen­tido para ir a su padre? ¿Quieres vivir santamente en Cristo Jesús? ¿Sufres acaso alguna persecución por causa de El? ¿Dicen de ti los hombres toda clase de cosas malas falsamente y por causa del Hijo del hombre?

13. Ojalá y escuchaseis en todos estos asuntos la voz de Aquel que hace despertar a los muertos, y sintieseis el peso de su palabra capaz de desmenuzar las rocas. ¡Oh, si escuchaseis su voz hoy día, mientras es de día, y no endurecieseis vues­tros corazones! “Despiértate, tú que duermes,” en sueño es­piritual, no sea que duermas la muerte eterna. Considera lo desesperado de tu condición y “levántate de los muertos.” Deja a tus antiguos compañeros de pecado y miseria; sigue tú a Jesús y deja que los muertos entierren a sus muertos; sé salvo de esta perversa generación; sal de en medio de ellos, apártate y no toques lo inmundo, y el Señor te recibirá. Cris­to te dará la luz.

III. 1. Paso, por último, a explicar esta promesa. Y qué pensamiento tan consolador es éste: cualquiera que obedece su llamamiento y lo busca, no lo hará en vano. Si te despiertas y levantas aun de entre los muertos El te dará la luz como lo ha prometido. “Gracia y gloria dará Jehová;” la luz de su gracia aquí y la de gloria cuando recibas la corona que no se marchita jamás. “Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salud se dejará ver presto.” “Dios, que mandó que de las ti­nieblas resplandeciese la luz,” resplandecerá en tu corazón para tu “iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.” A los que temen al Señor, “nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salud” y en ese día se les dirá: “Levántate, resplandece; que ha venido tu lumbre, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti,” porque Cristo en ellos se revelará y El es la verdadera luz.

2. Dios es luz y se revela a todo pecador que a sí mismo se despierta, que lo busca: serás, pues, un templo del Dios vi­viente y Cristo morará en tu corazón por medio de la fe, y arraigado y fundado en amor, podrás comprender bien con todos los santos, “cuál sea la anchura y la longura y la pro­fundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que ex­cede a todo conocimiento.”

3. He aquí vuestro llamamiento, hermanos míos. Esta­mos llamados a ser una habitación de Dios por medio de su Espíritu que, habitando en nosotros, nos hace aptos para par­ticipar de la suerte de los santos en luz. Tales son las promesas hechas a los que creen, supuesto que por medio de la fe “no­sotros hemos recibido, no el espíritu del mundo sino el Espí­ritu que es de Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha dado.”

4. Es el Espíritu de Cristo el gran don de Dios que, de dis­tintas maneras y en diferentes lugares, ha prometido al hom­bre y dado abundantemente desde la época cuando Cristo fue glorificado. Esas promesas hechas a nuestros padres, ha cum­plido: “Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis mandamientos” (Ezequiel 36:27). “Derramaré aguas sobre el secadal, y ríos sobre la tierra árida: mi espí­ritu derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos” (Isaías 44:3).

5. Todos vosotros podéis ser testigos vivientes de estas cosas: de la remisión de los pecados y del don del Espíritu Santo. “Si puedes creer, al que cree, todo es posible.” ¿“Quién hay entre vosotros que teme a Jehová” y sin embargo, aún camina en las tinieblas y no tiene luz? Te pregunto en el nom­bre del Señor Jesús: ¿Crees que su brazo es tan poderoso co­mo siempre? ¿Que aún es “grande para salvar”? ¿que es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”? ¿que tiene poder sobre la tierra para perdonar pecados? “Confía, hijo; tus pecados te son perdonados.” Dios, por los méritos de Cristo, te ha per­donado. Recibe pues, este mensaje, no como la palabra del hombre, sino como la palabra de Dios; estás justificado ampliamente, por medio de la fe; de la misma manera que serás santificado y el Señor Jesús te sellará porque “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.”

6. Permitidme, hermanos y señores, que os hable con toda llaneza y recibid estas palabras de exhortación aun de uno que es de poca estima en la Iglesia. Movidas por el Espíri­tu Santo, vuestras conciencias os dan testimonio de que estas cosas son ciertas, si es que habéis probado la misericordia del Señor. “Esta empero, es la vida eterna: que conozcáis al solo Dios verdadero, y a Jesucristo al cual El ha enviado.” Esta ex­periencia personal, y sólo ella, constituye el verdadero cris­tianismo. Solamente es cristiano aquel que ha recibido el Es­píritu de Cristo, y el que no lo ha recibido, no es cristiano; porque no es posible haberlo recibido sin saberlo. “En aquel día,” dijo el Señor, “vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros.” Este es aquel “Es­píritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce: mas vosotros le conocéis; porque está con vosotros, y será en vosotros” (Juan 14:17).

7. El mundo no lo puede recibir, sino que por completo rechaza la promesa del Padre, contradiciendo y blasfemando. Todo espíritu que no confiesa esto, no es de Dios. “Este es el espíritu del anticristo del cual vosotros habéis oído que ha de venir, y que ahora ya está en el mundo.” Quienquiera que niegue del Santo Espíritu la inspiración, o que la posesión de ese Espíritu sea la herencia común de todos los creyentes, la bendición del Evangelio, el don inestimable, la promesa universal, la piedra de toque de todo verdadero cristiano, es el anticristo.

8. De nada le sirve decir: No niego la ayuda del Espí­ritu de Dios, sino su inspiración, esta recepción del Espíritu Santo y el tener conciencia de su presencia; este sentir del Espíritu, el ser movido por El o estar lleno de El que no puede tener lugar en una religión sana. Pero con negar sólo esto, negáis todo: la inspiración de las Sagradas Escrituras; todas las verdades, promesas y testimonios de Dios.

9. Nada de esta infernal distinción sabe nuestra excelen­te iglesia; mas al contrario, habla muy claramente respecto al “sentir el Espíritu de Cristo,” de estar “movido por el Espí­ritu Santo,” “de saber que no hay otro nombre mas que el del Señor Jesús” para poder obtener vida y salvación. Nos enseña a pedir la “inspiración del Espíritu Santo” y aun “que seamos llenos del Espíritu Santo.” Todos sus presbíteros creen recibir el Espíritu Santo por medio de la imposición de ma­nos.[2] Por consiguiente, el negar cualquiera de estas cosas, es renunciar a la Iglesia Anglicana y a toda la revelación cris­tiana.

10. Pero “la sabiduría de Dios” ha sido siempre nece­dad para con los hombres, y no hay que admirarse de que los grandes misterios del Evangelio hayan sido “escondidos de los sabios y los prudentes” —lo mismo que en tiempos remotos— para que nieguen su eficacia casi universalmente, los ridiculi­cen y los consideren como una mera locura, de modo que a to­dos los que lo aceptan se les llama locos entusiastas. Esta es aquella apostasía general que había de venir; esa apostasía ge­neral de los hombres de todas clases y condiciones, que hoy día se dilata por toda la extensión de la tierra. “Discurrid por las plazas de Jerusalén, y mirad ahora, y sabed, y buscad en sus plazas si halláis hombre” que ame al Señor de todo su cora­zón y que lo sirva con toda su inteligencia. Nuestra patria, sin ir más lejos, está inundada de iniquidad. ¡Cuántas villanías cometen diariamente y con toda impunidad aquellos que ha­cen alarde y se glorían en sus crímenes! ¿ Quién podrá con­tar las blasfemias, maldiciones, juramentos, mentiras, calum­nias, detracciones, conversaciones mordaces; las veces que se peca quebrantando el día del Señor; las ofensas, la gula, la embriaguez, las venganzas, la lujuria, los adulterios, los pe­cados de la carne, los fraudes, las opresiones, las extorsiones que inundan el país entero como un diluvio?

11. Y aun entre aquellos que están libres de estas abo­minaciones ¡cuánto no hay de ira y orgullo, de pereza y flo­jera, de maneras afectadas y afeminadas, de amor a las como­didades y a sí mismo, de codicia y ambición! ¡qué deseo de las alabanzas de otros, qué apego al mundo, qué miedo al hombre! Y por otra parte, ¡qué pocos tienen verdadera religión! Por­que, ¿dónde está aquel que ama a Dios y a su prójimo como el Señor nos ha mandado? Por una parte vemos a unos que ni siquiera la forma de la religión tienen; por otra, a los que tan sólo ostentan la exterioridad. De un lado el sepulcro abierto, del otro el blanqueado; de manera que cualquiera persona que observase cuidadosamente alguna reunión numerosa (sin exceptuar nuestras congregaciones), vería muy fácilmen­te que “una parte era de Saduceos, y la otra de Fariseos;” la Primera ocupándose tan poco de la religión, como si no hu­biera ni “resurrección, ni ángel, ni espíritu;” y la otra convirtiéndola en mera forma inerte, en una serie de exterioridades y ceremonias sin la verdadera fe, el amor de Dios o el gozo del Espíritu Santo.

12. Pluguiese a Dios que nosotros los de este lugar fué­ramos la excepción. Hermanos, la voluntad de mi corazón y mi oración a Dios es para vuestra salud, que seáis salvos de este diluvio de iniquidades, que de aquí no pasen ya sus or­gullosas olas. Pero, ¿es esto un hecho? Dios lo sabe y vuestras conciencias os dicen que no es así. No os habéis guardado lim­pios. Corrompidos y abominables somos todos y pocos hay que tengan mejor entendimiento; muy pocos que adoren a Dios en espíritu y en verdad. Nosotros también somos “generación contumaz y rebelde;” generación que no apercibe su corazón, ni es fiel para con Dios su espíritu. El Señor nos había esco­gido para ser “la sal de la tierra; y si la sal se desvaneciere, no vale más para nada, sino para ser echada fuera y hollada de los hombres.”

13. “¿No había de hacer visitación sobre esto? dijo Je­hová. De una gente como ésta ¿no se había de vengar mi al­ma?” ¡Ay! no sabemos con qué presteza dirá a la espada, “Es­pada, pasa por mi tierra.” Mucho tiempo nos ha dado para arrepentimos; pero ahora nos despierta y amonesta con el trueno; sus castigos se están viendo en toda la tierra y pode­mos con razón, esperar que sobre nosotros caiga el peor de ellos; tal vez vendrá presto y quite nuestro candelero de su lugar, si no nos arrepentimos y hacemos nuestras primeras obras, si no volvemos a las enseñanzas de la época de la Re­forma, a la verdad y sencillez del Evangelio. Quién sabe si estemos resistiendo el último esfuerzo de la divina gracia pa­ra salvarnos; si habremos llenado la medida de nuestras ini­quidades al rechazar el mensaje de Dios en contra de noso­tros y al despedir a sus mensajeros.

14. Oh Señor, “en la ira acuérdate de la misericordia” y glorifícate en nuestra enmienda, no en nuestra destrucción. Permítenos oír “la vara y a quien la establece.” Ahora que tus juicios están en la tierra, permite que los moradores del mundo aprendan la justicia.

15. Hermanos, ya es tiempo de que nos despertemos de nuestro sueño, antes que suene la trompeta del Señor y nues­tra patria se convierta en un lago de sangre. Ojalá y veamos las cosas que son necesarias para nuestra paz antes de que se esconda de nuestra vista. “Vuélvenos, oh Dios, salud nuestra, y haz cesar tu ira de sobre nosotros; mira desde el cielo, y con­sidera, y visita esta viña y haznos saber el día de nuestra visi­tación.” “Ayúdanos, oh Dios, salud nuestra, por la gloria de tu nombre: y líbranos, y aplácate sobre nuestros pecados por amor de tu nombre.” “Así no nos volveremos de ti: vida nos darás, e invocaremos tu nombre. Oh Jehová, Dios de los ejér­citos, haznos tornar; haz resplandecer tu rostro, y seremos salvos.”

“Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mu­cho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, por la potencia que obra en nosotros, a él sea gloria en la Igle­sia por Cristo Jesús, por todas las edades del siglo de los siglos. Amén.”

http://wesley.nnu.edu/

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